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lunes, 27 de septiembre de 2010

Jabato I


El Prospector

Esta es una Historia llena de Vida. No me gustaría que nadie se echase a llorar.
¡Ay!, que no me he presentado. Mi nombre..., los que creía que eran los dioses me llamaban Jabato y como a mí me gustaba pues así me he quedado. Ahora que veo las cosas, desde la distancia, con más claridad puedo contaros lo que pasó.

Mis trece hermanitos y yo, nos encontrábamos en el Nexo, esperando a que los dioses uniesen a nuestros padres. ¡Sí!, Aunque parezca extraño, mis padres no podían vivir juntos. En realidad, ninguno de nuestra especie lo podemos hacer, pues las hembras no soportan la compañía de los machos más que el tiempo suficiente para poder ser fecundadas. Alrededor del día Trece de Marzo, el dios principal lo consideró el momento oportuno y se puso unos guantes de cuero reforzado. Soltó a mis padres sobre una superficie poco amplia, bajo la cual se encontraba un pronunciado precipicio, para nuestro tamaño.

Mamá Bolita de Nieve, así se llamaba, no aguantaba, tal y como dije, a Colín... Ese es el nombre de mi papá. Mamá se revolvía contra él para morderlo; pero, con rapidez, el dios principal... ¡Bum!, Ponía el enorme guante entre ellos y así evitaba que mamá hiciese daño a papá. Durante cerca de veinte minutos, mi mamá pasó a quedarse quietecita y papá podía juntarse con mamá durante un breve instante. Luego, él que era muy aseado, se limpiaba con su saliva, restregándose el cuerpo con sus hábiles manitas.

Papá, después de esta operación, durante ese tiempo, volvía a la carga una y otra vez. Así, de este modo, mamá quedó preñada con catorce óvulos en su interior.
Mis trece hermanitos y yo, íbamos creciendo muy deprisa, dentro de nuestra madre, y en muy poco tiempo ya sabíamos los que éramos machos, seis, y los que eran hembras, el resto.

Aproximadamente, a los quince días, mamá parió en una estancia muy limpita, repleta de algodón y lana. También la despensa estaba llena. No os podéis ni imaginar el gozo que tuvo cuando nos tuvo, entre su regazo, a todos juntitos y calientes en su confortable nido. A mamá, en ese instante crítico, no se la podía molestar. Si los dioses lo hubieran hecho, se habría vuelto loca y nos hubiese comido.

De vez en cuando, encontrándome desvelado, contemplaba como alguno de los dioses introducía con mucha cautela, para no despertar a mamá, alimentos diversos, agua, algodón y una tierra con un olor muy fuerte. Los dioses la conocían como bactericida. Todavía me pregunto lo que eso significa. Los de mi especie nacemos muy chiquitos; hasta tal punto, que a los cinco días del parto, tan solo pesamos cinco gramos. No obstante, nuestro crecimiento es el más veloz de todos los mamíferos.

A los ocho días del nacimiento nos empezó a crecer una pelusilla; pues si no os lo he contado, nacemos desnudos y de un color rosita. Ahora todo lo veo claro; pero entonces no podía ya que nací ciego como el resto de los de mi especie. Aunque hacíamos ímprobos esfuerzos por abrir los párpados, no podíamos pues la piel los cubría. Quizá, este hecho, no sea más que un sistema de defensa creado por la naturaleza para que entre tanto recién nacido gruñón, no saliésemos alguno tuerto o ciego debido a los arañazos que nos producíamos al intentar apropiarnos de alguna tetilla donde poder mamar.

Mamá, de vez en cuando, cambiaba su posición con el objeto de que todos tuviésemos oportunidad de comer y así poder sobrevivir. Esto es así porque ella sólo disponía de doce tetillas y creo que eso es lo habitual. Nosotros éramos catorce y bueno, qué os voy a contar que no sepáis. A los once días después del parto, ya nos esforzábamos por salir aunque todavía era prematuro. Al siguiente día podía mover mis pequeñas orejas de uno a otro lado, ya que se habían despegado del resto del cuerpo. Con ellas podía escuchar los susurros del mundo que me rodeaba y si percibía algo raro; me acurrucaba, más si cabe, junto a mis hermanos, junto al caliente cuerpo de mamá.

No obstante, siendo todavía ciego, mi curiosidad no tenía límites y salía repetidamente al exterior del nido. También sé que mis hermanitos hacían lo mismo.
Mamá, con infinita paciencia, salía detrás de nosotros y uno a uno nos volvía a introducir en el confortable nido. Nos cogía, con su boca, de los lomos o de donde buenamente podía; pero nunca nos hizo daño alguno con sus afilados incisivos. Algunas veces éramos tan traviesos que cuando nos escapábamos, íbamos unos en una dirección y otros en otra volviendo loca a mamá tratando de atraparnos.

¡Uy!, Se me olvidaba. Ya desde el principio y hasta que dejamos de tomar leche de mamá, cuando nos invadía el hambre chillábamos como posesos tratando de encontrar los pezones de nuestra madre y cuando los encontrábamos, nos enganchábamos a ellos como lapas. Tengo que reconocer, que los de nuestra especie, somos en exceso crueles entre nosotros.


Pensator

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