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lunes, 31 de mayo de 2010

Piezas fugaces


Hoy he recordado aquel día en el que ascendí al castillo del pueblo de mi padre cuando tenía 8 años. Iba solo, sin más compañía que la sombra a mi espalda. Andaba pegado al muro de la muralla, con confianza en la senda.

Llegué a un estrecho donde la distancia entre la pared y el precipicio era mínima para mi corpulento cuerpo. Me agarré fuertemente a los salientes de las piedras, pero en un momento determinado resbaló mi pie y casi caí rodando ladera abajo. Me angustié. Sentí cómo toda la seguridad en mi mismo se despeñaba y me quedaba vacío, vacuo de asideros psicológicos. Mi cuerpo sufrió la irreversibilidad y determinación del destino, aunque en este caso no hubiera sido fatal.

Era solo un niño, y quizás, por eso mismo, el acontecimiento tuvo más importancia de la que jamás le he dado por dos razones; una particular y la otra general.

Ahora vislumbro cómo en aquel momento despertó mi consciencia a lo inevitable, sucesos independientes de mí y las circunstancias. Ahora veo cómo a raíz de aquel día tomé la decisión de vivir con lo inevitable e incontrolable y dejar un hueco en mis elecciones futuras a la incertidumbre, quizás rayando la tartamudez mental.

Hoy, me he dado cuenta de cómo decisiones de tan pequeño calado en su momento pueden llegar a ser tan decisivas en nosotros. Cómo acontecimientos tan sencillos, tontos e irrelevantes van construyendo una máscara (persona) que vamos mostrando con la mayor de las seguridades sobre su posesión.

Pequeñas piezas de un Tente que van formando un edificio del que presumimos como propio, como criatura nuestra, construida a partir de estudios y planos diseñados por un azar nada personal.

Carlos Postigo

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