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martes, 11 de mayo de 2010

Cuentos Impíos - La Limpia



Estaba meditando en lo que podría haberle pasado a Morgana, aquella tétrica noche de Jorge Eduardo Benavides. ¿Se trataba de un miedo infundado, la protegería la luz del amanecer al llegar a la azotea o terminaría siendo violada y asesinada?

En esos pormenores me encontraba cuando recibí la llamada desconsolada de mi amiga Paloma. En realidad se trataba de un mensaje pues no había podido contestar el celular que se encontraba cargando.

Creo que Alberto está perdiendo la chaveta, decía. Por favor habla con el…
Tanto Alberto como yo habíamos asistido a diversos talleres de escritura donde, en principio, debían proporcionarnos unas pequeñas nociones y técnicas esenciales con el fin de exponer las ideas impresas sobre el papel, nunca unas cadenas que terminaran encarcelando nuestra imaginación.

Paloma me recibió preocupada. Me hizo pasar al salón y allí estaba Alberto, como de costumbre, escuchando alguna buena pieza de música clásica. En principio no me fijé en varias bolsas que se encontraban detrás de la puerta del salón.

Paloma no podía ni hablar. Sus ojos mostraban el pánico producido por la incomprensión. Dile algo a mi marido, por favor, dile algo…, está destrozando el legado familiar.

Seguramente, en aquel instante, mi expresión no habría sido muy diferente de una mayúscula interrogación.
Alberto me dio la bienvenida, regalándome con una sonrisa, y me ofreció un buen güisqui escocés que, como de costumbre, no rechacé.

Todo parecía en orden. La biblioteca en perfecto estado de revista. Todo limpio y sin mácula. Enséñale los libros a Javier, dijo Paloma, enséñale los libros repitió con voz temblorosa e insistente.

Se encuentran a tu disposición. Todo tuyo dijo, sin más, señalando la estantería.
Cogí algún que otro libro al azar y cual fue mi sorpresa cuando comprobé que todos y cada uno de aquellos volúmenes se encontraban mutilados, cercenados, deshojados.
¿Qué has hecho Alberto? ¡Dios mío! Has destrozado la biblioteca casi grité, todavía incrédulo de lo que mis ojos contemplaban y mi mente se negaba a aceptar.

¿Cuál es el valor de un libro? Me preguntó, ¿el económico o el literario? Demasiada paja, dijo, giros y metáforas fuera de lugar, ardides seudo intelectuales encubiertos en hipotéticas y falsas segundas lecturas. La verdadera retórica sustituida por sofismas y fuegos de artificio.
¿Has aprendido algo en los talleres de escritura?, dije ya bastante malhumorado por lo que estaba contemplando. No había un solo libro sano y algunos de los volúmenes tan solo conservaban las tapas o su encuadernación.

Javier, me dijo, tú sabes bien que no merece la pena escribir si no se tiene nada que contar. La escritura es un medio de expresión para compartir ideas con el lector, no se trata de un arte en sí mismo que pudiera ser completado con bellas frases o palabras rebuscadas y barrocas como si de un dibujo o pintura se tratase.

Hay que observar en el fondo. Siempre hay algo que descubrir en las posibles y diversas interpretaciones de una Obra, protesté.
Pensamiento infantil, Javier mi amigo ¿todavía crees en esas cosas? ¿No leíste de pequeño el Traje del Emperador? Los críticos están comprados, de algún modo, por las editoriales. Los lectores creen ver sabiduría que no comprenden donde solo existe marrullería. Unos tienen que comer y otros tienen fe ciega en quienes creen superiores a ellos.

Entonces le recriminé ¿Porqué sigues manteniendo los volúmenes y no los has destruido o quemado por completo?
Como buen gallego me contestó con otra pregunta. ¿Cuánto tiempo hace que no pasas por unos grandes almacenes? ¿No te has parado a pensar que es posible que existan más escritores que lectores…? Sonrió sabiendo que se trataba de una alocución falaz.
Esa macabra sonrisa me mostró, a todas luces, que la locura podía haber anidado en la mente de Alberto.

¿Qué nos han enseñado unos aprendices de escritores, en unos pretendidos talleres donde se producen tormentas de ideas en su propio provecho?, porque no se trata de grandes hombres con la experiencia que da la ancianidad y curtidos en dichos menesteres, sino de jóvenes licenciados que de algo tienen que vivir. Nos han enseñado a escribir y escribir hasta convertir una simple idea en un pequeño cuento de unas pocas páginas, ese cuento en una novela más extensa y esta en voluminosos best séller garrapateados con la suficiente técnica para mantener la necesaria intriga hasta el final. No hay nada más. Créeme Javier que no hay nada más.
Eché un breve vistazo a varios de los libros que se encontraban ubicados en la biblioteca de mi amigo y comprobé como algo de razón no le faltaba.

Algunos libros mantenían dos o tres páginas donde deberían encontrarse cientos más. Leí y comprendí que se trataba de frases y párrafos cargados de gran sabiduría. Otros libros mantenían la mitad de sus páginas lo que demostraba que Alberto había leído, en varias ocasiones, aquella literatura para, al final del proceso, mantener lo esencial.
Pero había algo que no podía entender y así lo hice saber al hacedor de tal galimatías ¿Porqué mantienes volúmenes que no tienen ninguna página impresa?
Es evidente, Javier, piensa un poco. Observa con profundidad lo que tienes en tus manos.

Entonces lo entendí con meridiana claridad. La encuadernación era una obra de arte, pero a la comprensión de mi Amigo el resto de la Obra no valía nada.
Pensé un buen rato mientras comprobaba la ardua labor que Alberto había realizado en su gran biblioteca y después, como de costumbre, nos despedimos con un abrazo.
Según marchaba me paró paloma y con la misma preocupación con que me recibiera me volvió a interrogar. Javier ¿Qué te ha parecido Alberto? Me tiene realmente preocupada.
No tengo tiempo Paloma, de veras, en otro momento hablamos. Ahora tengo que regresar a casa y realizar una limpiá.

Por cierto, supongo que ya sabréis lo que contenían las bolsas del salón. Un gordo jugador de dados, una miedosa imprudente, algún majadero que confunde truenos con cañonazos, un chulo arrogante que menosprecia la sabiduría de los mayores y una mujer que piensa que los hombres no dejan de ser muñecos en sus divinas manos.

ARALBA

Cuadro de cabecera: El libro abierto - Juan Gris

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