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miércoles, 20 de octubre de 2010

Jabato III


Un día, después de una buena paliza que le propiné a Peluso, el dios principal, debido a las costras que tenía, nos llevó a mí y a mis dos hermanos a un dios sanador para que nos curase las heridas. El dios principal consultó con otros dioses con el fin de darnos la libertad en un parque; pero esto fue descartado ya que otros seres voraces nos habrían devorado. No estábamos preparados para vivir en el Mundo exterior. La desesperación de los dioses crecía pues no sabían qué hacer con nosotros. No era posible que cada uno de nosotros tuviésemos nuestra casita, ya que seguíamos siendo muchos.

El dios principal cogió a mis hermanitos heridos y les untó en sus heridas un líquido milagroso de color marrón; pero las guerras y las heridas se sucedían sin un fin que se apreciara cercano.

En esos días, yo ya estaba aislado del resto de mis hermanos en la casita enfermería. Esta era muy pequeña y sin molinillo con el que poder hacer ejercicio. Mi hermano Peluso fue introducido, de forma provisional, en un pozo alto de color verde.

Los dioses se dieron cuenta que mi hermanito allí no se encontraba bien y lo trasladaron a la casita enfermería. A mí me trasladaron junto a Pelusín; pero él me huía y yo no le hacía nada.

Poco duró ese diminuto paraíso, ya que cuando Peluso se recuperó lo regresaron a su lugar con Pelusín. A mí me encerrarían, de por vida, en la prisión enfermería. Esta era chiquita y un poco alargada; sus paredes eran blancas, flexibles y opacas. El techo no estaba muy elevado; pero se encontraba cubierto con una rejilla metálica.

En unas cuantas ocasiones me dejaron contemplar el mundo obscuro del interior. Me soltaron, sin dejar de vigilarme. Corría todo lo que podía. Nunca había sentido nada igual. Era libre, libre, libre. Eso era lo que yo siempre había deseado y que nunca había sentido hasta ahora. Esa sensación debía de ser a la que los dioses conocían como libertad. Desde ese breve instante, yo sólo viví para conseguir la libertad definitiva. Deseaba conocer, con detenimiento, el Mundo.

Intenté por todos los medios que me había concedido la naturaleza, conseguir mi objetivo. Con mis incisivos intenté realizar un hueco en el material flexible del que estaba compuesta mi prisión.

Mi único deseo en la vida, se traducía en ser libre. Volver a corretear y buscarme el sustento por mí mismo. Quería conocer hembras libres con las que poder jugar y hermanos libres con los que poderme zurrar. Iluso de mí, pronto comprendí que había emprendido una tarea imposible ya que no era capaz de encontrar un pequeño borde por el que empezar a roer. Cuando algún dios pasaba la mano sobre la tela metálica yo intentaba morderlo.

En eso me había convertido. En un Ser acorralado y agresivo. Necesitaba hacerles ver a los dioses que yo era algo más que lo que me consideraban. Mi lugar no estaba allí, encerrado en una prisión de por vida. Con el fin de poder contemplar el mundo exterior, me incorporaba sobre mis patas traseras, y como consecuencia mi inteligencia se afinó. Este hecho se fue convirtiendo en algo habitual ya que el Mundo se encontraba justo sobre mí.


Pensator

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