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jueves, 7 de octubre de 2010

Jabato II


Pasadas cuatro semanas del nacimiento, siendo aún demasiado chiquitos, vimos por primera vez a los dioses que venían para separarnos, a los machos, de mamá. Esta lloró mucho y nosotros también; pero ya podíamos valernos por nosotros mismos y no hubiese sido conveniente que continuásemos con las hembras. Sin embargo, mis hermanas permanecieron durante un tiempo mayor junto a ella.

Es hora de que os cuente un secreto que sólo sé yo, ahora que me encuentro en el Nexo.

El día que Madre nos tuvo, el dios principal y su esposa salieron del mundo conocido en busca de materiales con los que confeccionar una mansión grande para mí y mis hermanos. Cuando regresó del espacio exterior, trajo consigo tela metálica y alambre inoxidable con el fin de realizar la estructura principal y otro más finito con el que coser la malla metálica a aquella. El dios principal, ayudado por el dios chiquito, estuvo trabajando durante algunos días en su construcción. Se levantaba temprano y paraba muy poco para comer, yéndose muy tarde a descansar.

Cuando la vivienda, separada en dos compartimentos, estuvo finalizada, el dios principal nos metió a mí y a mis hermanos y hermanas, junto con mamá, en uno de los departamentos y el otro lo reservaron. Papá Colín permaneció en su casita de siempre.
El suelo poseía una capa considerable de arena. En un principio nos metieron piedras para que pudiésemos jugar; pero al parecer eso no era muy práctico y desistieron. Nos las quitaron y volvieron a rellenar el suelo con ese producto bactericida.

En relación con la antigua casa de mamá, esta otra era enorme. Tenía dos pisos cuadrados y bien espaciados. Una escalera para subir a la planta superior. En ésta, había un molinillo o rueda de ejercicios así como un gracioso comedero para las pipas y el maíz. El abrevadero era el mismo que habíamos tenido en la casa de mamá. Nosotros chupábamos y el agua salía gota a gota, tan solo la que necesitábamos en cada instante. No sé si algún día comprenderé por qué era así cuando en el exterior, al otro lado del pitorro, veía un depósito repleto de agua.

Como la vivienda estaba dividida en dos compartimentos, tal y como os dije, al poco tiempo el dios principal nos separó a los hermanos en un sitio y a las hermanas en otro; ya que nuestros juegos ya no eran tan infantiles. Ciertamente, nos podíamos contemplar a través de la rejilla e incluso tocar nuestras manitas; pero era lo más que nos era permitido. Antes de pasados dos meses de existencia, el tiempo en que los dioses nos consideran ya adultos, mis hermanos y yo nos dábamos unas zurras de campeonato; pues aunque el edificio era enorme, para uno de nosotros, en realidad era chiquito para el conjunto de los seis. De hecho, no sé si lo dije, somos una especie muy territorial.

Cada dos por tres, estábamos hechos unos zorros, como decían los dioses. Entonces el dios principal tomó la determinación de separarnos a los hermanos machos. Uno de mis hermanos fue a parar a manos de un dios externo muy agradable. Su casa era alta y redonda con dos pisos. Otro de mis hermanitos fue a caer en el Mundo de un dios peluquero, amante de los de mi especie. Su casita era más pequeña; pero lo suficientemente confortable para él solito.

El tercero de mis hermanos cayó en las manos de una diosa que estaba emparentada con el dios principal. Su casa también era muy hermosa con dos pisos. Me consta que todos ellos tuvieron mucha suerte, dentro de lo que supone la falta de libertad.

En definitiva, que nos quedamos en casa del Mundo interior, Jabato, que soy yo, y mis lanudos hermanos, Pelusín y Peluso. Como de los tres, yo era el más fuerte, les daba unas palizas monumentales; sobre todo a Peluso, pues Pelusín me huía y con eso me bastaba para no continuar agrediéndole; pero Peluso, pobre Peluso ahora que lo veo desde otra perspectiva, era muy valiente pero ni tenía mi musculatura ni el coraje que me reservó la naturaleza. Siempre salía magullado y lleno de heridas. En cierta ocasión le rompí una oreja.

Los dioses no paraban de regañarme; pero no les hice caso nunca ya que mi instinto era muy celoso. Era el principal de la camada. Sólo el contemplar, al otro lado de la verja, a ocho hembras adultas, me sacaba de quicio. No podía permitir la existencia de un solo competidor.


Pensator

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