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Ex Libris de Franz von Bayros |
La música es, pues, un verdadero goce; y como la virtud consiste en saber gozar, amar, aborrecer, como
pide la razón, se sigue que nada es más digno de nuestro estudio y de nuestros cuidados que el hábito de
juzgar sanamente las cosas y de poner nuestro placer en las sensaciones honestas y en las acciones virtuosas.
Ahora bien, nada hay tan poderoso como el ritmo y el canto de la música, para imitar, aproximándose
a la realidad tanto como es posible, la cólera, la bondad, el valor, la misma prudencia, y todos los sentimientos
del alma, como igualmente todos los opuestos a éstos. Los hechos bastan para demostrar cómo la
simple narración de cosas de este género puede mudar la disposición del alma; y cuando en presencia de
simples imitaciones se deja uno llevar del dolor y de la alegría, se está muy cerca de sentir las mismas afecciones
en presencia de la realidad. Si al ver un retrato, siente uno placer sólo con mirar la copia que tiene
delante de sus ojos, se consideraría ciertamente dichoso si llegara a contemplar a la persona misma, cuya
imagen tanto le había encantado. Los demás sentidos, como el tacto y el gusto, no reproducen ni poco ni
mucho las impresiones morales; el sentido de la vista lo hace suavemente y por grados, y las imágenes a
que aplicamos este sentido concluyen poco a poco por obrar sobre los espectadores que las contemplan.
Pero ésta no es, precisamente, una imitación de las afecciones morales; no es más que el signo revestido
con la forma y el color que ellas toman, limitándose a las modificaciones puramente corporales que revelan
la pasión. Pero cualquiera que sea la importancia que se atribuya a estas sensaciones de la vista, jamás se
aconsejará a la juventud que contemple las obras de Pauson, mientras que se le pueden recomendar las de
Polignoto o las de cualquier otro pintor que sea tan moral como él.
La música, por el contrario, es evidentemente una imitación directa de las sensaciones morales. Cada vez
que las armonías varían, las impresiones de los oyentes mudan a la par que cada una de ellas y las siguen en
sus modificaciones. Al oír una armonía lastimosa, como la del modo llamado mixolidio, el alma se entristece
y se comprime; otras armonías enternecen el corazón, y son las menos graves; entre estos extremos
hay otra que proporciona al alma una calma perfecta, y este es el modo dórico, único que, al parecer, causa
esta última impresión; el modo frigio, por el contrario, nos llena de entusiasmo. Estas diversas cualidades
de la armonía han sido bien comprendidas por los filósofos que han tratado de esta parte de la educación, y
su teoría no se apoya sino en el testimonio de los hechos. Los ritmos no varían menos que los modos. Los
unos calman el alma, los otros la conmueven; pudiendo ser las formas de estos últimos más o menos vulgares,
de mejor o peor gusto.
Es, por tanto, imposible, vistos todos estos hechos, no reconocer el poder moral de la música; y puesto
que este poder es muy verdadero, es absolutamente necesario hacer que la música forme parte de la educación
de los jóvenes. Este estudio guarda también una perfecta analogía con las condiciones de esta edad,
que jamás sufre con paciencia lo que le causa fastidio, y la música, por su naturaleza, no lo causa nunca. La
armonía y el ritmo parecen cosas inherentes a la naturaleza humana, y algunos sabios no han temido sostener
que el alma no es más que una armonía, o, por lo menos, que es armoniosa.
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