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jueves, 15 de marzo de 2012

Política - Aristóteles


Ex Libris de Franz von Bayros
La música es, pues, un verdadero goce; y como la virtud consiste en saber gozar, amar, aborrecer, como pide la razón, se sigue que nada es más digno de nuestro estudio y de nuestros cuidados que el hábito de juzgar sanamente las cosas y de poner nuestro placer en las sensaciones honestas y en las acciones virtuosas. Ahora bien, nada hay tan poderoso como el ritmo y el canto de la música, para imitar, aproximándose a la realidad tanto como es posible, la cólera, la bondad, el valor, la misma prudencia, y todos los sentimientos del alma, como igualmente todos los opuestos a éstos. Los hechos bastan para demostrar cómo la simple narración de cosas de este género puede mudar la disposición del alma; y cuando en presencia de simples imitaciones se deja uno llevar del dolor y de la alegría, se está muy cerca de sentir las mismas afecciones en presencia de la realidad. Si al ver un retrato, siente uno placer sólo con mirar la copia que tiene delante de sus ojos, se consideraría ciertamente dichoso si llegara a contemplar a la persona misma, cuya imagen tanto le había encantado. Los demás sentidos, como el tacto y el gusto, no reproducen ni poco ni mucho las impresiones morales; el sentido de la vista lo hace suavemente y por grados, y las imágenes a que aplicamos este sentido concluyen poco a poco por obrar sobre los espectadores que las contemplan. Pero ésta no es, precisamente, una imitación de las afecciones morales; no es más que el signo revestido con la forma y el color que ellas toman, limitándose a las modificaciones puramente corporales que revelan la pasión. Pero cualquiera que sea la importancia que se atribuya a estas sensaciones de la vista, jamás se aconsejará a la juventud que contemple las obras de Pauson, mientras que se le pueden recomendar las de Polignoto o las de cualquier otro pintor que sea tan moral como él.

La música, por el contrario, es evidentemente una imitación directa de las sensaciones morales. Cada vez que las armonías varían, las impresiones de los oyentes mudan a la par que cada una de ellas y las siguen en sus modificaciones. Al oír una armonía lastimosa, como la del modo llamado mixolidio, el alma se entristece y se comprime; otras armonías enternecen el corazón, y son las menos graves; entre estos extremos hay otra que proporciona al alma una calma perfecta, y este es el modo dórico, único que, al parecer, causa esta última impresión; el modo frigio, por el contrario, nos llena de entusiasmo. Estas diversas cualidades de la armonía han sido bien comprendidas por los filósofos que han tratado de esta parte de la educación, y su teoría no se apoya sino en el testimonio de los hechos. Los ritmos no varían menos que los modos. Los unos calman el alma, los otros la conmueven; pudiendo ser las formas de estos últimos más o menos vulgares, de mejor o peor gusto.

Es, por tanto, imposible, vistos todos estos hechos, no reconocer el poder moral de la música; y puesto que este poder es muy verdadero, es absolutamente necesario hacer que la música forme parte de la educación de los jóvenes. Este estudio guarda también una perfecta analogía con las condiciones de esta edad, que jamás sufre con paciencia lo que le causa fastidio, y la música, por su naturaleza, no lo causa nunca. La armonía y el ritmo parecen cosas inherentes a la naturaleza humana, y algunos sabios no han temido sostener que el alma no es más que una armonía, o, por lo menos, que es armoniosa.

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