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lunes, 27 de diciembre de 2010

Sobre lo Cotidiano V


El intervencionismo de los poderes fácticos sobre el individuo y sobre la unidad familiar siempre es una conspiración; pero en algunos casos, pocos, esa intervención es más que necesaria. En las escuelas, institutos y universidades se enseñan muchas materias, unas necesarias y otras cuyo único fin es el adoctrinamientos; pero no existe ninguna asignatura que enseñe a ser buenos amantes o mejores padres. Los creyentes en algún tipo de religión no se sienten manipulados pues lo llevan con buen ánimo. Ellos mismos han decidido que su religión dirija sus vidas por unos derroteros morales determinados. Otro caso, distinto, son las criaturas nacidas dentro de la unidad familiar de dichos acólitos religiosos y que desde sus primeros años de edad están siendo adoctrinados para seguir las reglas programáticas de dicha Creencia familiar.

Por otro lado, el Estado es el generador de mayor perturbación en el seno del individuo o de la propia familia, por dictar una serie de decretos que en muchos casos chocan con las creencias particulares de los ciudadanos y su progenie. No está bien que los individuos sean manipulados por determinadas creencias religiosas que se fundamentan en la fe, una entelequia; pero por otro lado, es más perturbador que el Estado, con todo su poder, se instaure en nuestras vidas individuales y familiares a modo de Tótem o Dios familiar laico.

Explicado lo indecente de la intervención de los poderes fácticos sobre nuestras vidas y a niveles tan íntimos; sin embargo somos conscientes de que algunos individuos han formado unidades familiares sin estar preparados para sobrellevar las responsabilidades inherentes. Una criatura nacida en una familia donde la disciplina brilla por su ausencia, no nos referimos aquí a algún tipo de castigo sino a la falta de una educación adecuada, tiene muchas posibilidades de resultar inadaptada para la convivencia ciudadana. Aquí, es evidente que más el Estado que las Iglesias está obligado a restituir un cierto orden para que esa familia desestructurada no resulte dañada en su célula vital, ni degrade a sus vecinas más cercanas.

Este caso, lo comparamos con el analfabetismo. A nadie se le ha enseñado a leer y escribir proporcionándole, con una jeringa, una inyección de cultura lingüística. Tampoco aprendió a leer tras recibir una brutal paliza, si antes alguien no se preocupó de enseñarle las palabras y como encadenarlas. Aquí está el “quid” de la cuestión, resultando lógico que todo individuo, ciudadano o responsable de mantener una célula familiar posea unas normas mínimas de comportamiento para que no sean perjudicados ni ellos ni sus cercanos vecinos. Esas normas básicas de conducta deben de estar basadas en el más estricto sentido común: No hacer a nadie lo que no quieran que te hagan a tí mismo y no provocar algún tipo de daño a otros individuos, sean o no de tu propia unidad familiar, tanto a nivel psíquico como a nivel corporal, biológico.

A partir de las premisas básicas marcadas más arriba, cualquier otro tipo de interferencia posterior en la evolución personal del individuo y de la propia unidad familiar, siempre será considerada como una inaceptable conspiración contra su libertad personal y provocará, de facto, rebeldía contra el Sistema, por muy justas que pudieran parecer las normativas impuestas por los legisladores, sean estas morales, en el caso de la religión, o estatales como es en el de determinadas leyes impuestas por los gobiernos de las naciones con el único fin de redirigir el comportamiento, supuestamente inadecuado, de sus ciudadanos.

La Moral es algo que cambia con el transcurso del tiempo y lo que ahora puede parecer inmoral mañana pudiera parecer todo lo contrario y, tras el repaso de la historia, parecer las decisiones tomadas, en el pasado, como irrisorias e incomprensibles. Al contrario también sucede.

Dado que la religión es algo subjetivo y que no debería imponerse, a la fuerza contra nadie, su legítima moral debe quedar reservada a la intimidad del domicilio familiar de los creyentes; pero, por contra, tampoco el Estado tiene competencia moral, más que la que se impone, a las bravas, por la, subjetiva legitimidad de la mayoría, con el único fin de dictar criterios de conducta y moralidad para con sus individuos y familias constituyentes. Siendo lo único correcto y legítimo, que los ciudadanos decidan formar determinados comportamientos familiares, sin proselitismo, para no menoscabar las creencias o modos de vida de sus conciudadanos.


Antonio Ruiz Alba

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