Parecía una mañana
como cualquier otra. Tan temprano como las seis y media de la mañana. Terminaba
de pasar por la canceladora el billete de mi bono transporte. Justo cuando me
disponía a tomar asiento en el autobús escuché un extraño y agudo sonido que de
inmediato interpreté como algo no externo sino surgido de mi interior.
No di demasiada
importancia al hecho, dado que considero que no debió de durar más que algunos
pocos segundos. Pasados unos minutos mientras leía mi libro habitual, escuché
una clara voz que surgía del interior de mi cabeza y que me repetía con
monótona insistencia la siguiente frase: Hay otros mundos; pero están en éste.
Justo después, cuando
acabó la voz su discurso repetitivo, me sobresalté y por un instante me pareció
dejar de respirar. Todo a mí alrededor parecía haber cambiado de forma
drástica. Lo que había sido la estancia de la cabina del vehículo se había
transformado en algo metálico brillante, redondeado y de extrema limpieza, como si
de una estancia hospitalaria se tratara. También noté como el movimiento del
vehículo parecía haberse anulado.
Quise incorporarme
del asiento; pero no pude dado que me encontraba sujeto por algún tipo de
extraño arnés. Dirigí la mirada hacia el cristal que comunicaba, donde me
encontraba, con el exterior. No había ni coches ni autobuses, tampoco camiones
o motocicletas; por el contrario lo que pude observar eran unos extraños
vehículos sin ruedas y con forma de balas que circulaban suspendidos en el aire
por algún extraño método que me es desconocido.
Abandoné el
espectáculo exterior para intentar concentrarme en mi entorno más cercano y
entonces sucedió. Quedé estupefacto al comprobar que en el interior del
vehículo que me llevaba no había ninguna persona, animal o planta que me fueran
conocidos por la experiencia o la literatura. Todos, sin excepción, los
pasajeros eran cosas para mí desconocidas: Una mantis religiosa de descomunal
tamaño, una asquerosa oruga de cuyo lomo parecieran surgir una ristra de
lustrosas y coloridas plantas.
No, lo sé, no eran
nada de eso que especifico; pero es lo único que se me ha venido a la cabeza
para intentar designar a semejante y extraña fauna. En ningún instante pude
entender los guturales sonidos con los que parecían comunicarse entre sí.
Cuando el vehículo se
detuvo en la parada, el arnés que me sujetaba al asiento se desprendió liberándome, así
que pude incorporarme. Lo que sucedió entonces no podría explicarlo de ningún
modo. El caso es que una fuerza interior más fuerte que yo hizo que me
levantase liándome a mamporros, a diestro y siniestro. La cabeza de una especie
de hormiga voló cercenada a considerable distancia de su anterior propietario.
La pata de un más extraño escarabajo fue arrancada con mis manos y una especie
de moscardón verde lucía el abdomen que antes le había abierto con mis propias
manos soltando una supurante y nauseabunda sustancia verdosa y de consistencia
lechosa.
Me dispuse, como si
nada hubiese sucedido, a salir por la puerta y bajar del extraño vehículo en
que se había convertido mi autobús. Fue entonces cuando pude ver en un espejo
que parecía un retrovisor mi propio rostro
si a eso tan extraordinario pudiera llamársele de tal modo. Un mudo grito de
terror quedó confinado en el interior de mi faringe o laringe. Lo que allí se
reflejaba no parecía el Ser que yo siempre había sido sino una especie de
monstruo con cabeza de cangrejo de río y cuyos ojos pendían de lo que supuse
pudiera tratarse de antenas.
Curiosamente yo era
un bicho más como aquellos que había despedazado y permanecían inmóviles a mi
alrededor. Sinceramente no sé el porqué; pero desistí de apearme allí y volví a
lo que fuera mi asiento. Fue entonces cuando volvía a sentir aquella
experiencia de nuevo. Un estridente y casi inaudible ruido inundo hasta la
última parcela de mi cerebro y volví a escuchar aquella desconocida voz que me
decía: Hay otros mundos; pero están en éste.
Entreabrí, cargado de
pánico y terror, mis ojos para contemplar que yo seguía en el autobús y que los
pasajeros permanecían en sus asientos, eso sí adormilados y poco comunicativos, como de costumbre. Toqué mis
manos y mi rostro y comprobé que seguía siendo
yo. No había ningún monstruo por ninguna parte. Todo pareció ser una especie de
breve ensoñación. Respiré con profundidad dos o tres veces y comencé a sentirme más apacible y
sosegado.
- Debió quedarse dormido y tuvo una
pesadilla –expresó el psiquiatra su veredicto.
- Lo dudo mucho –contesté-, no se trata,
ni mucho menos, de la primera vez que me suceden estos episodios tan extraños.
Me levanté del diván
y estiré, con ambas manos, mi camiseta. Tomé una aguja de hacer punto que
llevaba bien escondida y atravesé, sin algún pudor, el rostro de aquella
extraña criatura entre insecto palo y lombriz de tierra. Después salí al exterior con el
único propósito de regresar a mi hogar con el fin de preparar la cacería del
día siguiente. Atrás dejé al psiquiatra estrujándose los sexos intentando
comprender que es lo que había sucedido en su presencia y que no era capaz de
comprender.
Aralba
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