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viernes, 29 de junio de 2012

Orestes - Eurípides



TINDÁREO. - ¿En presencia de éste puede llegarse a disputar de sabiduría? Si las acciones buenas y las malas son evidentes para todos, ¿qué hombre fue más insensato que él, quien no atendió a lo justo ni se atuvo a la ley común de los griegos? Pues, una vez que Agamenón exhaló su vida herido por mi hija en la cabeza, una acción de los abominable -que no aprobaré jamás-, él habría debido entablar un proceso criminal, prosiguiendo una acción legal legítima, y expulsar del palacio a su madre. Habría mostrado su prudencia en la desgracia, se hubiera amparado en la ley y habría sido piadoso. Ahora en cambio ha incurrido en la misma fatalidad que su madre. Pues, aunque justamente la consideró perversa, él se ha hecho más perverso al matarla. Te preguntaré, Menéalo, sólo esto: si a uno le asesina la mujer que comparte su lecho, y el hijo de éste mata luego a su madre, y luego su hijo va a vengar el crimen con el crimen de nuevo, ¿hasta dónde va a llegar el final de los males? Bien dispusieron eso nuestros antepasados de antiguo: a quien se encontraba reo de sangre no le permitían mostrarse ante los ojos de los demás ni salir a su encuentro, y dejaban que se purificase en el desierto, pero no lo mataban. Pues siempre habría uno incurso en el crimen, el que hubiera manchado su mano en el último derramamiento de sangre.

Yo odio, desde luego, a las mujeres impías, y la primera a mi hija, que asesinó a su esposo. Y a Helena, tu esposa, jamás la alabaré, ni le dirigiría la palabra. No te envidio a ti que, a causa de una perversa mujer, fuiste a la tierra de Troya. Pero defenderé, en la medida de mis fuerzas, la ley, tratando de impedir ese instinto bestial y sanguinario, que destruye de continuo el país y las ciudades.

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