HEMÓN. — Padre, los dioses han hecho engendrar la razón en los hombres como el
mayor de todos los bienes que existen. Que no hablas tú estas palabras con
razón ni sería yo capaz de decirlo ni sabría. Sin embargo, podría suceder que
también en otro aspecto tuviera yo razón. A ti no te corresponde cuidar de todo
cuanto alguien dice, hace o puede censurar. Tu rostro resulta terrible al
hombre de la calle, y ello en conversaciones tales que no te complacerías en
escucharlas. Pero a mí, en la sombra, me es posible oír cómo la ciudad se
lamenta por esta joven, diciendo que, siendo la que menos lo merece de todas
las mujeres, va a morir de indigna manera por unos actos que son los más dignos
de alabanza: por no permitir que su propio hermano, caído en sangrienta refriega,
fuera exterminado, insepulto, por carniceros perros o por algún ave rapaz. «¿Es
que no es digna de obtener una estimable recompensa?» Tal oscuro rumor se
difunde con sigilo.
Para mí, sin embargo, no
existe ningún bien más preciado que tu felicidad. Pues, ¿qué honor es para los
hijos mayor que la buena fama de un padre cuando está en plenitud de bienestar,
o qué es más importante para un padre que lo que viene de los hijos? No
mantengas en ti mismo sólo un punto de vista: el de que lo que tú dices y nada
más es lo que está bien. Pues los que creen que únicamente ellos son sensatos o
que poseen una lengua o una inteligencia cual ningún otro, éstos, cuando quedan
al descubierto, se muestran vacíos.
Pero nada tiene de
vergonzoso que un hombre, aunque sea sabio, aprenda mucho y no se obstine en
demasía. Puedes ver a lo largo del lecho de las torrenteras que, cuantos
árboles ceden, conservan sus ramas, mientras que los que ofrecen resistencia
son destrozados desde las raíces. De la misma manera el que tensa fuertemente
las escotas de una nave sin aflojar nada, después de hacerla volcar, navega el
resto del tiempo con la cubierta invertida.
Así que haz ceder tu
cólera y consiente en cambiar. Y si tengo algo de razón —aunque sea más joven—,
afirmo que es preferible con mucho que el hombre esté por naturaleza
completamente lleno de sabiduría. Pero, si no lo está —pues no suele inclinarse
la balanza a este lado—, es bueno también que aprenda de los que hablan con
moderación.
CORIFEO. — Señor, es
natural que tú aprendas lo que diga de conveniente, y tú, por tu parte, lo
hagas de él. Razonablemente se ha hablado por ambas partes.
CREONTE. — ¿Es que
entonces los que somos de mi edad vamos a aprender a ser razonables de jóvenes
de la edad de éste?
HEMÓN. — Nada hay que no
sea justo en ello. Y, si yo soy joven, no se debe atender tanto a la edad como
a los hechos.
CREONTE. — ¿Te refieres
al hecho de dar honra a los que han actuado en contra de la ley?
HEMÓN. —-No sería yo
quien te exhortara a tener consideraciones con los malvados.
CREONTE. — ¿Y es que ella
no está afectada por semejante mal?
HEMÓN. — Todo el pueblo
de Tebas afirma que no.
CREONTE. — ¿Y la ciudad
va a decirme lo que debo hacer?
HEMÓN. — ¿Te das cuenta
de que has hablado como si fueras un joven?
CREONTE. — ¿Según el
criterio de otro, o según el mío, debo yo regir esta tierra?
HEMÓN. — No existe ciudad
que sea de un solo hombre.
CREONTE. — ¿No se
considera que la ciudad es de quien gobierna?
HEMÓN. — Tú gobernarías
bien, en solitario, un país desierto.
CREONTE. — Éste, a lo que
parece, se ha aliado con la mujer.
HEMÓN. — Sí, si es que tú
eres una mujer. Pues me estoy interesando por ti.
CREONTE. — ¡Oh malvado!
¿A tu padre vas con pleitos?
HEMÓN. — Es que veo que
estás equivocando lo que es justo.
CREONTE. — ¿Yerro cuando
hago respetar mi autoridad?
HEMÓN. — No la haces
respetar, al menos despreciando honras debidas a los dioses.
Antígona - Sófocles
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