En realidad me llamo Teresa Rubio y soy psicóloga de
profesión; pero dada la delicada situación de mi labor, tratar trastornos
sexuales, decidí de cara a los clientes cambiar mi nombre real por este otro de
batalla.
Siempre me llamó la atención el concepto Freudiano, tan
extendido, acerca del sexo y como casi todos mis colegas habían terminado
convirtiendo naturales desviaciones en algo negativo y enfermizo. Ese fue el principal
motivo por el que dediqué mi doctorado en psicología al controvertido Tema de la Adicción al Sexo.
Enfermedad que a mí jamás llegó a convencerme que fuera tal antes de su estudio
y que después de mi Tesis Doctoral quedaría descartada su existencia como
patología médica. Por el contrario llegué a la conclusión de que solo se
trataba de una novísima invención más para la manipulación de la conciencia del
Ser Humano.
Después de mi experiencia académica decidí, como cualquier
científica que se precie, en experimentar todas aquellas conclusiones a las que
había llegado tras mis estudios teóricos y como no tenía a nadie más cerca que
yo misma, pues lo realicé
en mi propia persona.
Tengo que reconocer que al principio no fue nada fácil
romper con todos aquellos prejuicios morales, de índole religiosa, que llevaba
a cuestas desde la más tierna infancia debido al adoctrinamiento, tanto
familiar como escolar. Tuve que realizar un considerable esfuerzo para romper
con toda aquella moralina que me había acompañado hasta ese instante, respecto
a la sexualidad, y de algún modo, empezar desde cero; como una investigadora
que se enfrenta a algo totalmente nuevo y desconocido.
Decidí que, al menos al principio, debería de comenzar mi
trabajo con personas totalmente desconocidas y que no tuviesen cualquier tipo
de concepto preconcebido acerca de mi persona ni yo de ellas.
Me disfracé, para enfrentarme al Campo de Batalla, con una
minúscula minifalda ajustada de tejido rojo que apenas era capaz de ocultar
parte de mis cachetes. Debajo y en lugar de braguitas me coloqué un barroco
liguero negro que terminaba sustentando unas medias caladas del mismo tono. El
calzado no era otro que unos manolos de
alto precio, igualmente carmesí, con unos tacones de clavo de casi veinte
centímetros de longitud.
Algo de barata quincallería de colores llevaba en mi brazo
izquierdo y un diminuto reloj Swatch, de color rosa, apresaba mi muñeca
derecha. Apenas tapando mis tetas llevaba una camiseta de amplios tirantes en
un color verde pastel. Los senos fui capaz de mantenerlos perfectamente firmes
gracias a unos soportes adhesivos especiales que permanecían bien ocultos bajo
la escueta vestimenta. Alrededor de mi cuello coloqué una gargantilla de amplios eslabones de plata
que sustentaban un pequeño conejito del mismo material. Otra cadenita del mismo
metal contrastaba con el negro de la media sustentándose sobre mi tobillo
derecho.
De esta guisa me aposté en una esquina de una calle
cualquiera, aledaña a la famosísima Ballesta, cerca de la corredera baja de San
Pablo en Madrid, a la espera de que algún espécimen de macho humano callera en
mi suntuosa trampa; solo comparable a la del más paciente etólogo.
Algunos babosos salidos se fueron acercando a mí; pero a
todos y a cada uno de ellos pude quitármelos de encima sin demasiado esfuerzo.
Estaba allí para captar a alguien que considerase presuntamente normal, no a
pervertidos viciosos en busca de busconas sedientas de unas pocas monedas.
A caballo pasado, tengo que reconocer que no fue una tarea
sencilla; dado que en aquella zona madrileña lo que era más fácil de encontrar
era justo lo que no iba buscando; pero insistí durante tres días más. Junto
entonces un individuo, algo más joven que yo y de apariencia despistada iba
caminando por la acera de enfrente a la que yo me encontraba, pareció fijarse en
mí de forma sutil y de reojo.
Al principio no supe captar su verdadero interés; pero
pronto me resultó evidente, cuando al cabo de unos pocos minutos desanduvo su
camino hasta volver a pasar tímidamente delante de mí. Ahora sí me fijé en su
disimulada observación pero cargada de interés por lo que yo significaría para
él.
No queriendo perder esa oportunidad de oro me dirigí hacia
él alzando un tanto la voz.
_ ¡Oye tú! – El espécimen se quedó parado como si hubiese
sido atrapado por algún tipo de resorte y miró a su alrededor como si no fuese
con él. Como no podía ser de otro modo terminó su mirada encontrando la mía.
_ ¿Es a mí? – Preguntó con voz temblorosa.
_No veo a nadie más – dije mientras le reglaba con una
leve sonrisa.
Se dispuso a continuar su incierto camino tras un evidente
titubeo que me hizo comprender que sus defensas empezaban a bajar.
_ ¡Chico!, no te arrepentirás – dije tajante, mientras le
acribillaba con mi felina y sensual mirada.
El chico terminó cruzando la calle para llegar hasta donde
yo me encontraba. Su acercamiento fue lento y progresivo hasta situarse a una
breve distancia que debió de considerar como segura.
_ ¡Se, Señora!, ¿Es, es conmigo? - Tartamudeó su pregunta
lo que denotaba su evidente nerviosismo.
_ ¿Con quien va a ser? ¡Rubito guapo!
_ ¿Sabes lo que soy chaval? – continué con insolencia.
_Me..me llamo Juan y su.. supongo que tú serás una lumi.
_¿Como dices? – intenté parecer ignorante ante su
calificativo.
_No…no sé Señora, una meretriz, una prostituta…, no sé…
Solté una dulce aunque sonora carcajada antes de que acabara con el repertorio
nominal de la profesión más antigua del mundo. También pude darme cuenta de su
mentira cuando mencionó ese nombre de Juan. Era natural que ante una mentira se
respondiese con otra del mismo calibre; pero no insistí en tal pequeñez.
_Juan, gracias por presentarte sin habértelo solicitado.
Mi nombre es Alba y no, estás equivocado, no soy una puta. Puta es aquella que
cobra a cambio de entregar su cuerpo o parte de él a otro ser humano. Si tú
quieres yo te lo haré gratis.
Los ojos del supuesto Juan parecieron querer salir de sus
órbitas y su inquisitiva mirada realizaba continuos viajes de mi rostro a las
visibles y prominentes tetas y de éstas a lo más alto de mis muslos, intuyendo
su frágil mente, entiendo yo, la inexistencia de aunque fuera un diminuto y
efímero tanga que tapara un tembloroso, húmedo y caliente coño listo para ser
amado.
_Alba, yo no…yo no… - tartamudeó-, lo cierto es que no
pasaba por aquí buscando a alguien como tú –mentía -. De hecho no llevo dinero
alguno y no quisiera hacer que perdieras tu valioso tiempo. Alba, perdona, ya,
ya me voy. Sí…
Quien se había denominado como Juan parecía un extraño
engendro entre flan y gelatina que no supiera si salir corriendo como alma que
lleva el diablo, tirarse al suelo con flojera y hacerse un ovillo a modo de
erizo o empezar a meterme mano de forma compulsiva sin tener en cuenta los
naturales viandantes de la zona. Justo
cuando iba a realizar lo primero, salir
por patas, le agarré, lo más fuerte que pude con mis diminutas manos, de su
musculoso brazo impidiendo así que pudiera realizar su inconsciente propósito.
_Juan, no temas no soy peligrosa, te repito que no soy una
puta ni tengo un ejército de chulos esperando a desvalijarte o esperando que se
yo lo que se te está pasando por la cabeza. No necesito ese dinero que dices
que no llevas contigo. Nuestras miradas se volvieron a cruzar por enésima vez
terminando por fulminarnos mutuamente. Ahora sí estaba segura de que Juan sin
nombre había bajado, del todo, sus instintivas armas y se encontraba a mis
expensas sin defensa posible.
_¡Ven conmigo! – reafirmé mis palabras con un cariñoso
gesto y una pícara sonrisa.
Durante un breve instante, intenté ponerme en lugar de
aquel atractivo joven que me parecía del todo inocente y comprendí la cantidad
de inconexas imágenes que debían de estar pasando por su mente a la velocidad
de un tren expreso: ¿Querrá violarme? ¿Acaso robarme? ¿Podría matarme o
devorarme? ¿Me llevará a las puertas del infierno? ¿Habrá una sanguinaria secta
esperándonos?
Al contrario de lo que suponía que esperase Juan, llegamos
a las puertas de un conocido y pequeño hotel de lujo de aquella zona de Madrid.
Nada de una mugrienta pensión cargada de pulgas y pegajosas ladillas.
El Botones que ya fuera aleccionado, con anterioridad por
mí, nos dejó pasar y nos acompañó hasta la habitación que había alquilado para
este menester.
Tal y como estaba previsto, los responsables del hotel
habían dejado sobre una pequeña mesa de salón unas rosas rojas y una hermosa
botella de Don Perignón, bien refrigerada, dentro de un recipiente de plata
cargado con abundantes cubitos de hielo. Solo una suave gamuza separaba el
sólido elemento acuoso del cristal de tan valiosa botella de champagne. Justo
al lado había ambas bandejitas de plata, también, conteniendo unos pocos
canapés salados y algunos dulces pastelitos variados.
Ya bastante más tranquilo y sosegado, pasado el primer
susto, el supuesto Juan se dirigió a mí mientras su mirada no dejaba de devorar
de forma insaciable mi cuerpo. Antes de hablar respiró un par de veces de forma
profunda.
_¡Alba!, ¿Es ese tu nombre? – preguntó ya de manera
relajada.
No pude dejar de reír.
_Claro que no, como si no; pero para ti sí que lo soy
ahora mismo; pero yo también sé que tú no te llamas Juan; pero igualmente tú lo
eres para mí ahora – El muchacho se sonrojó al ver que había descubierto su
inocente embuste.
_¿Que quieres de mí? – preguntó mientras su mirada se
volvía, por momentos, más y más libidinosa.
_¿Tu que crees? – contesté sonriéndole con cariño.
_¿Quieres que te haga el amor?
_¿Amor?, ja,ja,ja, no seas cursi - le respondí con una dura mirada -
¡No! Quiero que me jodas, necesito que jodamos como los animales en celo que
somos ¿crees que podrás? o ¿no serás marica?
_Pero, no… - su nerviosismo era evidente -, no, digo que
no lo soy. No soy eso que tú dices, me gustan las chicas, las mujeres como tú.
Tú me gustas mucho Alba. Llevo viéndote en aquella esquina desde hace tres
días. Ahora mismo regresaba a la
Universidad para continuar mis estudios de Ingeniería en
telecomunicaciones y lo he dejado todo por ti. Seguro que me están esperando;
pero tú me gustas mucho Alba. Hay algo en ti que es más fuerte que yo. No sé…
_¡Joder, Lo que faltaba para el canto de un duro, un
romántico enamoradizo! –grité con fuerza-, ¿De qué coño te has enamorado?, anda
dilo… ¿De mi antinatural y artificial maquillaje acaso? ¡No!, el Señor ¿está
soliviantado por este descomunal escote que deja entrever mis enormes tetas?
¡Ah sí, ya sé! – levanté mi corta y ajustada faldita roja para dejarle ver mi
pelada raja-, ¿estás
enamoradísimo de este húmedo coño palpitante, afeitado y con un ligerísimo
perfume a marisco?
Mientras le abofeteaba con mis sensuales palabras pude
observar como su entrepierna se agitaba nerviosamente y aumentaba su volumen de
forma considerable, hasta hacerse evidente que Juan estaba sufriendo una
poderosa erección. Como mujer sabía que no debía de perder esta oportunidad
única y me dirigí, como una felina, hasta situarme a la altura de su
cintura. Juan no dijo nada,
se encontraba paralizado por el torrente de hormonas que debían de estar
corriendo por su riego sanguíneo. Empezó a temblar, casi convulsivamente,
mientras yo desabrochaba la cremallera de sus vaqueros y apartaba la portezuela
de sus calzoncillos para poder liberar a su inquieto y apresado inquilino.
No se trataba de una picha de dimensiones considerables.
Supongo que no tendría más de catorce o quince centímetros; pero estaba bien
formada aunque con tendencia a desviarse hacia uno de los lados. Su glande se
mantenía unido al pellejo del pene mediante el frenillo que no había sido jamás
extirpado o cortado, lo que hacía que aquel mástil de carne, lleno de sangre,
en lugar de alargarse, ensanchara hasta conseguir una considerable dureza.
Cogí entre mis manos aquel sonrosado artefacto y me lo
llevé, sin contemplaciones, hacia la boca. Solté algo de saliva sobre la rajita
del glande y pasé de forma repetida mi lengua sobre ella de forma repetida una,
y otra, y otra vez. Nunca dejé de comprobar lo desvalido que estaba Juan ante
mí, compungido de amor y de pasión tal y como me había hecho ver. Si en aquel instante lo hubiese
desvalijado o intentado matar habría puesto la misma resistencia que el macho
de la mantis religiosa ante su hembra cuando ésta devora la cabeza de aquel
mientras están copulando. Mi joven y rubio amante estaba a mi absoluta merced.
Después de trabajarme, durante un rato con caricias y más
caricias, pellizcos y pequeños mordiscos en los huevos, la polla de Juan
pareció aumentar de una forma imposible su calibre hasta parecerme que
sobrepasaba los veinte centímetros. Sí,
aquel instrumento amatorio no era tan pequeño como yo había apreciado al
principio. Los tenues quejidos, al principio, de mi amante se fueron
convirtiendo in crescendo en auténticos berridos estentóreos de placer
absoluto, por lo que comencé a rebajar mis masajes tanto manuales como bucales.
Sin haber tenido consciencia de cuando ni como había
sucedido, ambos nos encontrábamos desnudos y acariciándonos mutuamente. No
había parte de nuestro cuerpo que no hubiera estado sujeta a los lametazos de
nuestras lenguas ni a los pequeños y amorosos apretones de nuestros dedos y
nudillos.
Tras los naturales e instintivos preliminares, Juan se
colocó sobre mí, que me encontraba tumbada de espaldas a la cama, y volvió a
ofrecer su dura, lubricada y salada polla a mi boca, mientras que yo hacía lo
propio con mi húmedo y palpitante coño caliente. El sonido del bombeo de su
nabo dentro de mi boca y garganta se sincronizaba con el propio de él
intentando absorber, con su boca, mis propios efluvios lubricantes.
Su glande penetraba dentro de lo más profundo de mi
garganta, hundiendo mis labios hasta juntarse con las encías, llegando su minga
a rozar mi campanilla de forma repetida. Eso provocó, en más de una ocasión que
casi vomitara y lo habría hecho de haber tenido el estómago lleno. Por el
contrario, ingentes cantidades de efluvios salivales, pre-digestivos, se
unieron en un audaz vals líquido con su lubricante natural, a tal guisa, que
pareciera, por un hipotético observador, que
mi amante estuviese sujeto a una eyaculación permanente.
Eso que yo sabía que se trataba de una ilusión óptica
debido a la cercanía de mis ojos. Esa polla de veinte, treinta, cincuenta
centímetros seguía realizando su trabajo mientras mi coño se dilataba
monstruosamente apretando el secreto interior que aún ocultaba en mi ano y que
reservo para sorpresa del lector, del que solo dejaba entrever una pequeña
anilla de acero pulido y que mi partenaire aún no había tenido ocasión de
preguntar del porqué de aquello.
No se produjo ninguna conversación entre nosotros. Yo no
le pude decir que no me llamaba Alba sino Teresa Rubio hija de Álvaro Rubio y
nieta de exiliados a la
Unión Soviética cuando la República Española
perdió la Guerra
contra las huestes franquistas; pero él tampoco tuvo ocasión de decirme su
verdadero nombre. Humberto Romero se llamaba, cosa que descubriría mucho
después cuando nos volviésemos a encontrar en un futuro cercano; pero en ese
momento solo sabía que se trataba de un espécimen de estudio en un trabajo de
post doctorado en psicología sexual. Para mí no se trataba, entonces, de un posible amante sino de un sujeto de
análisis y ahora lo estaba analizando como ningún Ser humano había sido jamás
estudiado mientras realizaba el acto sexual. Era mi cobaya y este conejillo de
indias estaba resultando mucho más interesante de lo que jamás habría podido
imaginar.
Su enorme y aceitosa polla seguía bombeando dentro de mi
húmedo e insaciable coño de forma sincronizada de tal modo que pareciéramos una
sola persona. De vez en cuando el paraba para evitar la pronta eyaculación de
su semen en mi interior. Entonces dejaba que descansara para pasar yo a bombear
ese incansable y heroico mástil digno de hacerle un monumento. En alguna
ocasión creí escucharle canturrear la tabla de multiplicar, como si quisiera
evadirse del placer dejando que su polla resistiese hasta que yo alcanzara el
punto álgido para así llegar, al unísono, ambos el orgasmo.
_Espera – le dije jadeante-, ¿Juan has follado alguna vez
por el culo?
_No, no – repitió mientras jadeaba de cansancio y su sudor
se mezclaba con el mío propio hasta hacernos parecer dos delfines unidos en el
medio de una mar salada.
De vez en cuando lamíamos nuestro salado sudor con
fruición y bebíamos nuestras lágrimas que surgían espontáneas de puro placer.
Lamí su ano mientras el intentaba hacer lo propio con el mío cuando se encontró
con aquel extraño artefacto de acero, en forma de anillo que surgía del agujero
de mi culo y que se
encontraba unido por un cordel de nylon a algo oculto en mi interior y aunque
pudiera suponer de que se trataba solo yo conocía porque ahí lo había puesto
antes de salir de cacería.
_¿Que es eso? ¡No, no! Voy a hacerte daño cariño mío. Te
amo. ¿Qué llevas ahí dentro?
_Nada de eso Juan, estoy entrenada para este menester,
tira del aro despacito; pero sin miedo hasta sacar de mi interior lo que llevo
dentro.
Con sumo cuidado y mayor suavidad, si cabe, fueron
saliendo del interior de mi recto no uno, ni dos, sino hasta tres, cuatro,
cinco y seis bolas chinas, del tamaño de un pequeño puño femenino, unidas por
un cordel común. Sonreí al comprobar la cara de incredulidad y sorpresa de mi
joven amante.
Juan escupió repetidamente la poca saliva, que aún le
quedaba en su boca, dentro de mi abierto y dilatado agujero anal. Sin perder la
erección dado que aún no se había corrido me penetró por detrás con suave
cariño y precisión. Empezó a bombear intentando no producirme daño alguno y
haciendo lo posible para no correrse aún hasta que la naturaleza ya no pudo ser
frenada durante más tiempo. Mientras él continuaba con su trabajo que tanto
placer e instrucción me estaba suponiendo yo nunca dejé de acariciar mi sediento
clítoris el cual se encontraba inflamado, por el trabajo realizado, hasta tomar
la forma de un diminuto pene.
En un estertor de puro placer, Juan eyaculó su semen
dentro de mi recto y el calor del fluido seminal acarició el tubo rectal
mientras Juan no paraba de bombear y extender el semen dentro de mí.
_¿Te atreves a ir a por otro Juan? – pregunté sin parecer
acosante y taxativa.
_Lo que tu quieras mi amor, soy tuyo y te quiero más que a
nada en esta vida.
_Déjate de tonterías que acabamos de conocernos y vete a limpiar al lavabo,
tienes la polla llena de mierda.
Cuando volví a tenerlo a mi disposición, me costó bastante
más trabajo endurecer su mástil, mediante besos y más besos, pellizcos y más
pellizcos, mordisquitos y lametones; pero al final nuestro mutuo esfuerzo y
tesón lo consiguió enderezando y cargando la carabina de nuevo.
El muy cabrón volvió a follarme como si yo fuese su puta
cabra; pero en cuanto noté que se encontraba a punto de volver a correrse le
dije que acercara su polla a mis labios y continué mi trabajo de succión hasta que volvió a darme la señal
adecuada de que se encontraba a punto de resultar ordeñado.
_Ya,ya,ya… Me voy, Dios…mío, Dios…
Entonces retiré, con rapidez, la polla de mi garganta sin
nunca dejar de acariciarla con
la lengua hasta que el lechoso jugo seminal, con menor fuerza que la vez
anterior, inundo mi boca y mi lengua, cayendo el exceso por entre la comisura
de mis labios, hasta cubrir algunas gotas mi cuello formando una especie de
collar de perlas. Ingerí parte del semen y el resto lo mantuve en mi boca
mezclándolo con mi propia saliva para compartirlo con el presunto juan, ese
Humberto Romero que algún día, en el futuro, se convertiría, no me cabía duda
alguna, en lo que no había dejado de ser nunca, la otra mitad de mi alma.
Disfrutamos de la Champagne
y de los canapés y lo dejé marchar a su casa.
Quedé, falsamente, con Juan en el mismo lugar para el día
siguiente, en aquella misma esquina de la Calle de la Ballesta de Madrid; pero Alba, yo, no acudiría a
aquella cita, dejando al falso Juan, verdadero Humberto Romero, sumido en la
más profunda y triste de las melancolías. El espécimen me había dado mucho más
de lo que habría esperado para completar, mi sesudo trabajo de psicología
sexual; pero había descubierto que no podría seguir siendo un sujeto válido
para el estudio, pues habíamos terminado enamorándonos, sino es que lo habíamos
estado ya, desde antes del
tiempo y hasta el final de los tiempos.
Ahora me encuentro en la esquina de una calle del Barrio
de Chamberí, en Madrid, esperando alguna pieza digna para poder ser cazada. Ya
se me han acercado varios drogadictos, viejos y tuberculosos y a todos los he
despachado sin mayor problema; porque yo solo busco especímenes limpios y
útiles para mi experimento con los que poder demostrar mi Tesis Doctoral. A
saber, que no existe la adicción al sexo como patología médica sino una
terrible represión moral, de carácter religioso, por parte del Sistema que
constituye la Sociedad.
Espera Teresa me dije, por aquí regresa uno que vi pasar
hace poco. Me vuelve a mirar, este es mío ya no se me escapa, si lo sabré yo,
Alba la ninfómana.
Alba Coshinaji
Muy buen relato! Yo quiero que me investigue Teresa Rubio también!
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