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jueves, 28 de julio de 2011

Kaos Quántico - CONSPIRACION - 13 - Teresa la Sexóloga II


*

— ¿Dónde vas niño?

—A ver a mi abuelita ¿a ti que te importa? —Contestó Miguel con insolencia al caballero vestido de gris que lo había interrogado.

Este, junto con su compañero, igualmente uniformado, estaba apostado sobre un vehículo, negro como el azabache, justo enfrente del portal de acceso al edificio.

El jovencito, ataviado con una gorra de paño verde, se quedó mirando a los cubiertos ojos de sus altos y enjutos interrogadores.

— ¿Quiénes son ustedes? No les conozco, vengo a la casa de mi Padre, que no de mi abuela, y como habrán podido comprobar yo no soy Caperucita Roja.

—Eso es evidente Joven. Disculpa nuestro atrevimiento; pero somos amigos de Roberto Beltrán y el no se encuentra en casa —Dijo el que parecía llevar la voz cantante, mientras se quitaba las gafas con el fin de mostrar mayor confianza.

—Hombre, haber empezado por ahí. Ese es mi Padre. No creo que tarde en volver así que pueden subir conmigo y así se podrán evitar este frío que pela. A ver si la abuelita tiene pastas y una jarrita de miel —Miguel sonrió mostrando cara de pillastre.

Las cámaras del portero automático fueron siguiendo los movimientos de los tres sujetos. Los dos hombres seguían a Miguel Beltrán mientras, de vez en cuando, echaban una ojeada a sus espaldas.

Cruzaron un pequeño jardín interior, de un color amarronado ,propio de la estación que transcurría. Ese lugar daba una sensación, a los posibles paseantes, de estar siendo acogidos por alguien de gran sensibilidad natural.

—Berta, soy Miguel, por favor ábreme la puerta.

— ¿Palabra clave Señoriíto?

Miguel hizo un gesto a sus acompañantes, poniéndose las manos en los oídos.

—Taparos los oídos. Lo que tengo que decir no lo podéis oír. Voy en serio.

Sus acompañantes asintieron y sonrieron mientras se miraban, e hicieron lo que Miguel les dijo.

—Joven Miguel —dijo Berta—, ¿Bloque?

—Bella, Siempre Bella —contestó Miguel, mientras sus acompañantes sonreían al no entender la ingenuidad de las palabras que habían escuchado—, Mi Amada Berta.

La puerta del domicilio se abrió y los sicarios de la Orden de la Rosa y el Clavel pasaron por encima de Miguel, mientras uno de ellos sujetaba, para que no escapase, al joven por la pechera de la chaqueta que vestía.

— ¿Qué hacéis?, me habéis engañado. Sois ladrones. Vosotros no sois amigos de mi padre... ¡Berta, Berta! Llama a la Policía, son ladrones los que vienen conmigo.

Petunia, que hasta ese instante había estado ajena a lo que pasaba se dirigió corriendo, con paso firme, hacia el origen de los chillidos. Cuando vio a Miguel, acompañado de tan sospechosos individuos, se abalanzó contra aquel que mantenía sujeto al niño, enarbolando como única arma un bote de cocina.

La fuerza de aquellos intrusos era grande y tanto Petunia como Miguel fueron arrollados, con furia, hacia el interior del salón.

En el forcejeo entre Petunia y uno de los sicarios, esta resbaló y se fue a dar contra el canto de la mesa de centro del salón. Aquella que bajo su tapa de cristal mostraba, con majestuosidad, el mandil y la banda de Maestro del Arco Real de Jerusalén junto con la espada masónica oficial.

— ¡Dios mío! —Se escuchó.

— ¿Qué has hecho, jodido maricón? —Increpó uno de ellos a su compañero.

—Yo no he hecho nada, esta bastarda se ha caído ella solita.

El que había preguntado y que mantenía sujeto a un Miguel, cada vez más rebelde, se agachó con la intención de tomarle el pulso, en el cuello, a la sirvienta de la casa.

—No respira, ahora si que estamos jodidos. Coge todo lo que veas raro por ahí y vamonos de aquí enseguida. Joder, y teníamos las gafas quitadas.

Allí quedó, sobre la alfombra, el cuerpo yaciente de Petunia, bañado en un charco de un líquido carmesí que no dejaba de manar de algún lugar cerca de la base del cráneo.

El joven Miguel, entre sollozos y quejidos, no sabía como reaccionar ante la terrible tragedia que se estaba desarrollando ante sus infantiles ojos.

— ¡Petunia, Petunia! ¿Qué le habéis hecho? Habéis matado a Petunia. ¿Qué te pasa Petunia?

— ¿Qué está sucediendo? Se escuchó la fría voz del ordenador de la casa, requiriendo, con insistencia, información. La policía se encuentra de camino.

—Jodida máquina, cállate de una puta vez, venga ¡Vámonos de aquí!

Los sicarios de la Orden de la Rosa y el Clavel salieron del domicilio de Roberto Beltrán, dejando tras de sí, un ambiente dantesco y de destrucción; mientras llevaban consigo, por la fuerza, a Miguel Beltrán hasta introducirlo en el interior del negro vehículo.

— ¡Dios mío Teresa!, se han llevado a mi Hijo. No esperaba que llegase hasta dentro de unas pocas horas. Este jodido niño me ha vuelto a engañar una vez más.

—Tranquilo Roberto —le dijo Tere con cariño—, esos individuos te querían a ti. Con total seguridad que utilizarán a tu hijo como rehén para dar contigo. Seguro que no le harán ningún daño.

—Más les vale, ¡Berta!, —volvió a dirigirse Roberto a su ordenador—, ¿Cómo va todo en casa, da Petunia señales de vida?

—No señor —apareció la gemela forma de Teresa en el holomonitor—, acaba de llegar la policía y unos camilleros se han llevado el cuerpo de Petunia. Lo están registrando todo.

—Hasta luego Berta, si te hacen preguntas contéstales a todo y no les ocultes nada. Así no sufrirás daño alguno; por otro lado, mantén una comunicación en espera, con Calvito el ordenador de Teresa.

La conexión quedó interrumpida por Roberto Beltrán.

Desde que apareciera la imagen holográfica de la Berta virtual, Teresa no había dejado de mirar a Roberto a los ojos, como pidiéndole, a su compañero, algún tipo de explicación que no acababa de llegar.

—Yo, yo —Tartamudeó Roberto.

—Tu ¿Qué? —Preguntó Teresa Rubio, la sexóloga psicólogo.

—Perdona —sonrió Roberto—, solo quería tener tu imagen cerca de mí, lo más cerca posible.

Ella volvió a mirarlo; pero en esta ocasión con ternura.

“Es evidente que los hombres no poseéis en vuestro ADN la doble X, como las mujeres. Vuestros cromosomas son X + Y, y la Y, en el fondo, no deja de ser una X cercenada, con menor información. Naturalmente no dejáis de ser inferiores, en ese aspecto, y hay que perdonároslo casi todo” - Pensó Teresa.

—Vamos Roberto, debemos darnos prisa, hay que encontrar a tu hijo. No me importa, en absoluto, la imagen con la que te haces tus malditas masturbaciones cuando no estoy yo—rió—, de hecho me lo he tomado como un halago.

—Lo único que tenemos que hacer, Teresa, es dejar que ellos me encuentren.

*

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