A nada se me obliga, nada soporto contra mi voluntad, no sirvo a Dios sino que me identifico con su querer, tanto más cuanto sé que todas las cosas suceden conforme a una ley segura, establecida desde la eternidad. Los destinos nos guían y al tiempo que a cada uno le queda lo determinó ya su hora primera. Una causa depende de otra; una interminable serie arrastra los hechos privados y públicos. Por tanto, hay que tolerarlo todo con valor, porque nada nos cae encima por casualidad, como creemos, sino que nos viene necesariamente. Hace mucho que está determinado cuáles serán tus alegrías y cuáles tus llantos, y aunque las vidas de los individuos parezcan diferenciarse mucho entre sí, en conjunto todas se reducen a una sola cosa: recibimos dones perecederos porque somos perecederos. ¿Por qué, pues, nos indignamos? ¿Por qué nos quejamos? Para eso hemos sido engendrados. Que la naturaleza use los cuerpos que le pertenecen como ella quiera; nosotros, contentos con todo lo que sucede y valerosos, pensemos que nada de lo nuestro perece. ¿Qué debe hacer el hombre bueno? Brindarse al Destino. Gran consuelo es ser arrastrado junto con el Universo: sea lo que fuere lo que nos ordena vivir y morir de esta manera, con la misma necesidad obliga también a los dioses; un irrevocable curso conduce al mismo tiempo las cosas humanas y las divinas. El mismo creador y rector de todas las cosas trazó sin duda los destinos, pero los acata; obedece siempre, mandó una vez sola.
Séneca
No hay comentarios:
Publicar un comentario